Algunos subíamos por San Lorenzo hasta la esquina, evitando el túnel de La Pedreña siempre lógrebo e inquietante; con las acera tan estrecha que nos obligaban a la fila única, sin posibilidad alguna de diálogo. Manuel nos alcanzaba al rato, sudoroso, él llegaba desde el Canto del Morro, el arrabal de las afueras pegado a la autopista.

Éramos una procesión vectorial, nervuda, que dibujaba invisibles líneas en el mapa de la ciudad, derramándonos por sus calles camino del mar que se divisaba a lo lejos. Un imán de retazos con olor a sal en el aire nos guiaba como a perros perdigueros siguiendo el rastro del salitre. Manuel, Soraya, Sergio, María, Javier y yo, seis jóvenes adolescentes, seis vidas intentando que no se nos escapara de las manos esa promesa que trae los primeros atisbos de una adolescencia que nos había invadido, mezclada con la tragedia, y que  nos obligaba a acudir día tras día a la cita, enhebrados en el amor que nos teníamos ese verano turbio y amargo que selló el final de nuestra infancia.

Soraya llegaba la primera casi siempre, ella vivía en El Barrio Alto y todo era cuesta abajo en más de un sentido. Nos consolaba que a la vuelta tuviese que ascender hasta el Olimpo. Era nuestra venganza, nunca dicha en voz alta, por no desequilibrar el tono del grupo, siempre tan delicado.

En el muelle donde el espigón pegaba una pequeña vuelta, para detener la ola golpeando con el envés al entrar a puerto, justo allí nos esperábamos. Fumando un piti que el viento avivaba o apagaba al albur del día.

A mí el sitio no me gustaba, había algo terriblemente melancólico y enfermizo en el lugar a pesar del bello paisaje que nos rodeaba. Mis largos cabellos más allá de la cintura revoloteaban al alcanzar el recodo. Un fastidio. Hasta el flequillo cortado a cuchillo se amontonaba al igual que la ola insumisa, haciendo fracasar los esfuerzos de horas antes por domarlo. Me daba envidia ver como eso a Sergio le traía sin cuidado. La humedad, que como un aspersor pulverizaba el aire, impregnaba siempre sus rizos, dándole el aspecto de un dios griego.

Ese día corría por el muelle procurando que ninguno desde lejos notara mi desgana por llegar hasta ese malecón que habíamos conquistado a base de tiempo, constancia y cierta melancolía.

María y Javi llegaron juntos. Eran hermanos, y aunque Javier tenía un año y meses menos de calendario, siempre avanzaba un paso por delante. María le seguía con una sonrisa condescendiente perdonándole la ofensa, arrebolada y feliz de volver a vernos.

Ese día el silencio aburrido que provoca una libertad desperdiciada y sin límites caía sobre el grupo. La tarde languidecía, las noches eran ya más largas ocultando el mar, despojándonos del paisaje.

Podíamos pensar en algo – dije acercándome a Sergio-

Llevaba días esquivando mi mirada, la suya cada vez más oscura. Algún tipo de transformación que todos los demás ignorábamos se estaba produciendo en él volviéndole los gestos arcanos y misteriosos. Desde que perdimos a Elena esa transformación había alcanzado una velocidad a mis ojos imposible de evaluar.

Sergio se volvió al oír su nombre, un poco ruborizado. Estaba en esos momentos intentando esconder el tirachinas que asomaba por los pantalones. Me pregunté dónde estaría mi blanca goma de saltar. Quizás habitaba ya en algún calzón de mi padre. La imagen me hizo estremecer.

Sergio aún olía al pan recién hecho de la tahona familiar, a miga sumergida en leche, la que ardía en la boca con el apremio que urge a toque de campana la llamada del colegio. Olía aún a niño y me habría gustado decírselo. Pero ya en su voz y en su bozo asomaban pequeños estragos y se me hizo tardío el comentario. Con Sergio siempre llegaba tarde, como un poco a destiempo.

Afortunadamente en el grupo no todo era cambiante – pensé-. Ahí teníamos a Manuel embutido en sus impenitentes pantalones cortos, incluso cuando despuntaba el frio primero de otoño. Él decía que su madre se los obligaba para así ventilar las costras de las rodillas. Manuel era un poco torpe y torcía el pie, poniéndose siempre la zancadilla a sí mismo. Los demás admitíamos la historia como algo natural, congratulándonos por los cuidados de la madre, disimulando lo que intuíamos. Hasta Soraya llevó un día una mantita esponjosa y aterciopelada y se sentó junto a él tapándole innecesariamente. Reímos ese día porque nos parecían dos jubilados adolescentes, dispuestos a contemplar el mundo arropados con gestos cómplices, creando una estampa, que al pasar los años, resultó premonitoria.

Que os parece- dijo Sergio- si hoy volvemos por la Ronda.

Todos callamos. Él nos miraba expectante, un poco retador y a la vez suplicante. Entendíamos sus ganas, su duelo, aunque a mí me pareciese en ese momento una bofetada ante la realidad de no poder luchar contra un fantasma. Me sentí ruin y volví la cara para ocultar las lágrimas.

-Me parece bien- dijo Manuel- A mí la vuelta me pilla más cerca de casa.

No supe muy bien si el comentario era egoísta o simplemente una manera de disipar la tensión creada. María y Javi asintieron, no sin antes mirarme, Javier con cara preocupada.

María dijo con la voz temblorosa

-A mí no me importaría volver, hace siglos que no pasamos por allí.

Llegando al túnel de la Pedreña nos separamos, seguramente todos ya un poco ausentes, ensimismados en nuestros recuerdos. En el angosto pasadizo ese día dos luces yacían en el suelo rotas por las pedradas de los niños del barrio jugando a la puntería.

Sentí en algún momento suspendida en la oscuridad el roce de una mano. Quizás fuera la de ella, siempre tan juguetona, invitándome a pensar en fantasmas. El final del  túnel se mostraba como un oasis a lo lejos, desdibujado, creando un espejismo en el que el tiempo y el espacio formaban sombras irreconocibles.

Salimos por fin a la luz jadeantes de miedo. Todos de alguna manera habíamos atravesado el túnel con premura, quizás espantados ante la oscuridad, o temerosos ante roces imprevistos.

Torcimos nuevamente en silencio hasta la Ronda. La ciudad allí se multiplicaba entre calles angostas, con los suelos aún pegajosos del vino y serrín que dejaban las huellas de los parroquianos a la salida de alguna taberna. Íbamos recuperando poco a poco nuestros antiguos dominios, el estanco donde me vendían a duro los cigarros, porque mi padre fumaba y el estanquero me conocía, el quiosco de los chicles, con los ajados tebeos que ya no se vendían y habían encontrado una nueva utilidad resguardando el puesto de las inclemencias del tórrido verano; aún seguía viva, aunque de un azul pálido, la revista en la que un galán y una bella e inocente hembra se besaban, ajenos al paso del tiempo que desteñía melancólico tanto amor impostado.

Todos los antiguos dominios me parecían ahora más lejanos, más pequeños y oscuros.

Volver a ese lugar se me hacía insufrible y ajeno, como de otra época. Volví la cara buscando a Sergio. Su mirada febril ocultaba una incipiente lágrima. Ya no había vuelta atrás – pensé-. No se puede luchar contra el recuerdo de un fantasma.

Y ahí estaba el patio, oculto, cerrado a los ojos adultos, paraíso de juegos inventados. Y allí estaban las sillas. Retadoras. Conté cinco alineadas en círculo, dando la espalda a la que reposaba desvencijada  en la pared opuesta, expulsada del juego de la vida.

Se nos hizo extraño ver como al paso del tiempo ese juego nos había marcado, exiliándonos y replegándonos hacia el mar, hacia el recodo que golpea la ola insumisa, allí donde la madre depositó las cenizas de la amiga.

Y donde nosotros, en continuo peregrinaje, habíamos fundado otro universo huyendo del destino, sin poder desprendernos de la culpa por tu ausencia y que nos reúne cada tarde en el malecón para imaginarnos que regresas, que todo fue un juego y volverás con nosotros algún día.

Allí donde reposas Elena, siempre en nuestra memoria.

© Purificación Minguez

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