Eran las cuatro de la tarde y, como siempre, Montse y yo íbamos camino de abrir un par de sonrisas en la «Casa de la Esperanza». Cansancio, sudor… pero conforme nos acercábamos, ahí estaba nuestra vieja amiga, callada, absorta, pero inquieta, intentando hablar desde el vacío de su silencio, un silencio quebrado por el ruido del azote de aquellos cristales. Bueno, mejor dicho, del azote del resto de aquellos ventanales medio rotos y cortinas rasgadas.

Pasábamos, la contemplábamos y continuábamos. Solíamos bromear llamándola «Casa Encantada» o «Casa de los Fantasmas». Cada vez que pasábamos, una ventana diferente de los trastos estaba abierta, dando la sensación de que el famoso fantasma cambiaba de habitación según su gusto. Como si de un divertido juego se tratara, incluso la puerta de la entrada, con ese viejo candado y esa cerradura agujereada, parecía invitar a explorar su interior. La zona del porche, medio derruida en piedras, daba una ligera apariencia de un viejo cementerio londinense.

A Montse y a mí nos impresionaba; nos reíamos y bromeábamos con aquella casa, pero jamás nos atrevimos a ir más allá de esa especie de invitación tenebrosa desde su fachada. Ahí quedaba todo, sin más.

Pasaban los días, las semanas, incluso los meses, y, bueno, los destinos de la vida… A Montse la trasladaron un par de meses a otra clínica para hacer una suplencia, cuidando a otros ancianos, y ahí quedó todo. Despedidas, recuerdos, nostalgias, risas… Mi compañera se iba, pero la maleta de la esperanza siempre quedaba abierta.

Mi trabajo debía continuar como siempre. Tenía que volver a la clínica con los mismos amigos ancianos, los mismos días, pero… no por las mismas calles. Las evitaba para esquivar la tristeza y melancolía que me daba aquella soledad. Cada día iba y venía por calles diferentes. La sombra me guiaba cuando hacía calor, y el sol lo hacía cuando hacía frío. Así pasaban los largos e intensos días de verano.

Cuando el verano comenzaba a despedirse, cuando el sol mostraba su cara más fría y la luna acariciaba el cielo apenas caía la tarde, fue en una de esas tardes cuando mis pies se encaminaron hacia aquella calle, hacia aquella casa. Mis ojos se posaron en las ventanas: la de la izquierda y la del centro estaban cerradas, pero la de la derecha no. Esa estaba no solo abierta de par en par, sino que las cortinas estaban completamente desgarradas, como arañadas. A través de esas cortinas se podía ver, al trasluz, un ligero reflejo producido en la pared por una linterna, una linterna medio desgastada, pues la luz no era muy potente. Aquello me llamó la atención: en una habitación a plena luz del día, una linterna iluminando algo de esa vieja habitación con las ventanas completamente abiertas, en una casa casi derruida… Era tan extraño. No pude evitarlo y me quedé mirando un buen rato, apoyada en aquel tipo de paredón que hacía de puerta en la casa cuando… casi caigo al suelo porque ese paredón se derrumbó. Parecía como si alguien no quisiera que simplemente contemplara la casa, sino que me acercara más, y creo que lo consiguió.

La alarma del suspense, la duda y el misterio se apoderaron de mi interior, y… me acerqué hasta la puerta. Llamé con los nudillos de mi mano derecha. Evidentemente, en aquella casa había alguien y yo no quería invadir intimidades, pero no obtuve respuesta. Me asomé al agujero de la cerradura, pero… seguía sin ver más allá de una vieja escalera. Desistí. Me reincorporé, miré hacia la ventana y ya no veía ninguna luz, lógicamente porque… las hojas de la ventana se habían cerrado. El corazón me latía cada vez más deprisa; algo me decía que me estaba metiendo donde no debía, y justo cuando me di la vuelta, colocándome de espaldas a la casa… en ese preciso momento escuché cómo la vieja puerta se abrió, rompiendo incluso aquel oxidado candado. Mi corazón ya no palpitaba: se desbordaba. Las manos me sudaban temblorosas, las piernas apenas soportaban el poco peso de mi delgado cuerpo; todo mi ser se desvanecía ante aquella casa. Quería salir corriendo, pero una fuerza mayor que mi entendimiento me obligaba a darme la vuelta y a dar pasos increíblemente decididos hacia aquella puerta. Y yo, medio sedada, medio ahogada, me adentré en el interior de la casa.

Miré al frente, y ahí seguía la famosa escalera. Giré hacia la derecha, y ahí estaba la oscura habitación y… en su interior bailaba la triste y gastada luz que venía hacia mí, despacio, temblorosa. Si en ese momento no hubiera creído que estaba soñando, jamás habría podido soportarlo. Mis pies ya formaban parte de aquellas baldosas medio rotas del suelo, y la luz seguía acercándose, saliendo de aquella habitación. Tras la luz… la linterna; tras la linterna… una pequeña mano temblorosa; y tras la mano, un cuerpo de niña, medio desnudo, apenas cubierto por un vestido blanco, casi hasta los pies. ¿Vestido, he dicho? Tal vez, o quizás una túnica, puede que un camisón. Poco importaba en aquel momento, en esa mezcla de sueño y realidad. Su rostro era dulce, pero muy dañado por el tiempo, el miedo, la impotencia y la rabia. Ignoro por qué estas palabras vinieron a mi mente, pero fue lo que sentí al mirarla por primera vez.

—¿Qué haces aquí? Esta casa está medio derrumbada, ¿te has perdido?

—No, yo vivo aquí.

En ese momento, ni saliva podía tragar.

—¿Cómo que vives aquí? ¿Dónde están tus papás?

—A mi papá se lo llevaron, y mi mamá está arriba encerrada, llorando. Quiere salir, pero no puede. Yo intento ayudarla, pero no tengo fuerzas —dijo, medio sollozando, con la barbilla casi pegada a su vestido.

No podía creer lo que me estaba contando: su mamá encerrada, a su papá se lo habían llevado… Una de dos: o aquella niña estaba enferma o se había escapado de alguna casa de acogida, o… realmente todo aquello era cierto. Pero, aun así, la niña debería tener alguna casa, pensé.

—¿Dónde vives tú? ¿Con quién vives?

—Ya te lo he dicho, vivo aquí.

—¿Pero cómo vas a vivir aquí sola?

—No vivo sola, vivo con mi mamá, pero está encerrada y no puede salir. Por favor, tienes que ayudarme…

No sabía qué hacer ni qué pensar.

—Escucha, haré una cosa. Voy a llamar a unos señores que te ayudarán a sacar a tu mamá de aquí y os acompañarán a vuestra casa.

—Si llamas a alguien, me meteré en el agujero que hay en esta habitación y no volveré a salir, y mi mamá seguirá encerrada.

—¿Agujero? ¿Qué agujero?

—Si quieres que confíe en ti, te lo enseñaré, pero después de sacar a mamá.

No tenía otra salida. Aquella niña amenazaba con algo desconocido. ¿Y si realmente había un agujero y se caía? Aquello recaería sobre mi conciencia, no podía permitírmelo. Así que… accedí. Me ofreció su blanquita y tierna mano para que la cogiera. La tomé en la mía: estaba algo fría, con un tacto de porcelana. Retomó el paso hacia la escalera. En ella no había nada, solo los desconchones típicos de una casa en ese estado y la pintura medio caída. Llegamos arriba; había un pequeño descansillo. Después de tres puertas, me llevó a la única que estaba abierta. Entramos, y yo miraba hacia el techo constantemente, con miedo a posibles derrumbes. Pero todo parecía estar en orden. Era curioso: la habitación estaba completamente vacía, no había nada, ni un mueble, ni un armario. Estaba diáfana por completo.

—No, no hay nada aquí. ¿Dónde está tu mamá?

La niña se arrimó a la pared del fondo, medio la abrazó, y colocando su oído, dijo:

—Está aquí, y está llorando.

Se me caían las lágrimas al escucharla decir eso. Abrazaba una pared, diciendo que su madre estaba allí. ¿Me había vuelto loca al pensar que algo de aquello podía ser cierto? El caso es que me acerqué junto a ella a la pared, coloqué mi oído y… un fuerte escalofrío recorrió todo mi cuerpo cuando escuché un lamento tras la pared. Mi asombro fue mayor al notar cierto grado de humedad. Golpeé con los nudillos de mi mano derecha y… sonaba a hueco. Aquello no era una pared normal de ladrillo y cemento. Evidentemente, la niña tenía razón: de alguna manera, ahí había alguien encerrado, y podía estar muriendo asfixiado. No lo pensé más; rápidamente salí de aquella habitación, y la niña vino tras de mí…

—¡No te vayas, por favor!

—No me voy, cariño. Voy a buscar algo para derribar esa pared. Aún huele a humedad, no será muy complicado tirarla abajo.

Bajamos rápidamente las escaleras, salimos al patio, y allí había un trozo grande de viga de madera que parecía estar esperándome. Lo cogí, miré hacia la niña, tomé su mano, la apreté, y ofreciéndole una sonrisa de satisfacción, nos dirigimos de nuevo arriba. Rápidamente me puse manos a la obra, golpeando con fuerza aquella pared con el madero. Efectivamente, tenía razón; pronto comenzaron a caer pedazos de ladrillo. Me detuve un momento y volví a escuchar aquellos lamentos.

—¡Es mi mamá! ¡Mami! ¡Mami! ¡Ya estamos aquí, te vamos a sacar de ahí!

—¡Señora! ¿Está bien? ¡Pronto la sacaré de ahí!

—¡¡Sí, por favor, quiero ver a mi niña…!!

—Su niña está perfectamente. Lo importante es que usted esté bien ahora.

Golpeé con más fuerza, tanta que casi partí el madero en dos. El muro cayó, y entre el polvo y el humo, la pequeña enfocó con la linterna. Vimos, en el fondo de aquel hueco, en la parte derecha, en la esquina del suelo, el cuerpo de una mujer vestida exactamente igual que la niña. Estaba con las piernas flexionadas entre los brazos, la cara cubierta por una larga melena, inclinada hacia la pared donde se apoyaba. No quise derribar más, por miedo a lastimarla.

—¿Puede levantarse? ¿Está bien?

—¡¡Sí, sí puedo, mi niña!!

Y como si una fuerza se apoderara de su cuerpo, se levantó con las manos extendidas, dirigiéndose hacia la pequeña. La ayudé a pasar por encima del hueco en la pared que había conseguido derribar, y al darle la mano noté que estaba helada. Comprendí que necesitaba ayuda médica. Intenté llamar a la policía o al hospital con mi móvil, pero no tenía cobertura.

—Si vuelves a intentar usar ese cacharro, me meteré en el agujero. Mi mamá solo necesita estar conmigo, no le pasa nada. Está cansada, necesita descansar, solo eso.

Me quedé inmóvil, contemplando aquella escena: la mujer medio de rodillas, abrazada a su pequeña. Parecían dos esculturas de mármol, frías, quietas, pero con una gran expresión de sentimiento en sus rostros. Imaginaba que tarde o temprano alguien me daría alguna explicación sobre todo aquello. Tantas preguntas flotaban en mi cabeza… ¿Qué hacía la niña allí? ¿Quién encerró a su madre? Y, ¿era cierto lo que la pequeña contó sobre su padre? De momento, las piezas comenzaban a encajar poco a poco: realmente era su madre, estaba encerrada y lloraba pidiendo ayuda. El resto me correspondía descubrirlo. Me agaché junto a ellas, coloqué una mano sobre el hombro de la mujer.

—¿Qué fue lo que pasó? —pregunté, y mirando hacia la pequeña, añadí—: ¡Creo que merezco una mínima explicación!

—Tiene razón —dijo ella, mientras se incorporaba sin soltar la mano de su pequeña—. Esta era nuestra habitación. Mi marido y yo dormíamos aquí. Éramos o parecíamos felices, pero… cuando me casé con él, ignoraba su enfermedad, la esquizofrenia. Era un hombre maravilloso, nos quería muchísimo, pero cuando dejaba de ser él, se imaginaba cosas raras y luego las escenificaba, confundiéndolas con la realidad. Imaginaba que vivíamos en una gran mansión con criados, como si fuéramos gente pudiente. Lo peor era que creía que yo… tenía amantes. Esa era su obsesión. Viajaba mucho, y cada vez que regresaba a casa, lo registraba todo, convencido de que encontraría algo que me delatara como infiel. Yo estaba tranquila, solo lo amaba a él, pero en su mente no era así. Nadie podía hacer nada, su enfermedad era degenerativa.

Su voz temblaba mientras continuaba:

—Hasta que un día… fue horrible. Llegó a casa. La pequeña estaba en la cama conmigo. Subió las escaleras y, al entrar al dormitorio, nos miró con una furia descomunal. Era como si viera en mi niña a mi supuesto amante, rodeándome con sus brazos. Mi hija se asustó, saltó de la cama y se escondió tras la puerta. Él se acercó a mí, me tiró al suelo… Ahí fue cuando perdí el conocimiento. Debí golpearme con la cama o con algún mueble. Cuando desperté, me vi encerrada detrás de ese horrible muro. Intenté levantarme, pero apenas podía moverme. El olor a humedad casi me asfixiaba, así que me quedé en el suelo. Ignoro cuánto tiempo ha pasado. Ahí dentro el tiempo desaparece… Mi pequeña fue la única que vio lo que pasó, para su desgracia.

-¿Recuerdas algo?, -dije dirigiéndome a la pequeña- debió serhorrible…
-Si, lo recuerdo todo, yo estaba detrás de la puerta, y cuando intenté salir a pedir ayuda mi padre me cogió del brazo, me tiró sobre la cama, no se quien pensaría que era yo, no su niña desde luego, pero mi padre no fue así jamás conmigo, invadió la puerta de la habitación de ladrillos y un cubo de cemento, retiro una cómoda que había en la pared, yo intenté levantarme, pero me arrojaba con mas fuerza en la cama,y comenzó a colocar ladrillos y mi mama se iba ocultando detrás de estos, yo gritaba que quería estar con ella y que a él le quería mucho, pero que no hiciera eso, pero no me escuchaba, continuaba colocando ladrillos, mientras decía… “mía o de nadie, mía o de nadie”, tan solo decía eso, y “todas sois iguales”, no pude ver mas porque caí mareada de gritar e intentar levantarme, cuando desperté vi a unos hombres con batas blancas colocando a mi padre una especie de camisa rara con correas que le impedían moverse, les dije que a donde se lo llevaban,y me decían que mi papá estaba malito y que una vecina les había dicho que se lo llevaran a un médico, yo les dije que ayudasen ami mamá que estaba encerrada, pero me tomaron por loca, me llevaron a una casa muy grande donde había muchos niños y bueno, me escapaba de aquella cada noche para venirme con mi mamá…
Que extraño toda la historia, era evidente, los vecinos sabrían de aquella enfermedad, oirían ruido, discusiones y demás y se llevaron al padre a un psiquiátrico, pero… ¿Por qué no investigarían sobre la madre? Era raro,seria cuestión de preguntarle yo a los propios vecinos.

—Bueno, ahora sería conveniente que saliéramos de aquí.

—¡No, por favor! Yo… no me encuentro bien. Sé que me queda muy poco, y quiero que el poco tiempo que me queda sea en esta casa y con mi niña.

—Pero estarás con tu niña, y esta casa se caerá tarde o temprano.

—¿No lo entiende? A mi hija la volverán a llevar a un reformatorio y no la podré ver. Quiero estar con ella el poco tiempo que me queda de vida.

—¿Puedo llamar a un médico?

—No le llames, mi enfermedad no tiene cura. Por favor, déjame descansar en paz…

No entendía ni una sola palabra. Pensé que no estaba bien de la cabeza y creí que lo más conveniente era ir a buscar ayuda, pero sin decir nada. La casa estaba derruida, fría; ahí no podía estar ningún ser viviente.

—Bien, haré una cosa: debo ir a trabajar, pero cuando salga vendré a visitaros.

—Me parece bien, pero por si no nos vemos, quiero darte las gracias. Has salvado la vida a mi alma y el corazón a mi pequeña.

—Era mi deber como ser humano. Vendré pronto.

Salí de aquella casa rápidamente a buscar ayuda. Fui al hospital más cercano y solicité asistencia y una ambulancia. Me preguntaron por la calle y el número, pero… aquella casa no tenía número. Aun así, quería acompañarles, quería que vieran una cara conocida; si no, se asustarían. Esperé hasta que el equipo médico estuviese libre para salir, y tras unos largos minutos, me dijeron que podía subir a la ambulancia. Así lo hice, y yo les iba indicando por dónde tenían que ir. Cuando llegamos, algo muy extraño pasó: no había ninguna casa, estaba todo como un completo descampado, sin rastro alguno. Miré hacia todos lados para ver si me había confundido de calle, pero… no, era aquella calle y aquel lugar, y en cuestión de minutos, todo había desaparecido.

—Señorita, no podemos perder tiempo buscando una posible casa en ruinas; tenemos mucho trabajo.

—¡Pero no es posible, estaba aquí…!

—Sí, por supuesto, y no lo ponemos en duda, pero no podemos gastar ni un minuto más de nuestro tiempo. No somos policías, somos simplemente del SESCAM, y aquí no vemos ningún herido. Compréndalo.

—Como quieran. ¿Les puedo volver a llamar si viese algo?

—Por supuesto, para eso estamos.

—Muy bien, gracias por todo.

—De nada, señorita.

No me quedé tranquila, por supuesto. Pregunté a la vecina de al lado, llamé a la puerta con verdaderas ansias y curiosidad terribles; me moría por saber.

—Buenos días.

—Buenos días, joven.

—Verá, puede que venga a hacerle una pregunta absurda, pero… aquí en este descampado, ¿no había una casa muy antigua?

—Pues… sí, señorita, había una casa muy antigua.

—Pero… yo estuve en esa casa esta misma mañana, incluso con sus dueños, una señora joven con su niña. Tuvieron problemas y yo les ayudé, pero necesitaban ayuda médica. Fui a buscarla y cuando regresé, tan solo había este gran descampado —todo eso dije casi sin respirar; necesitaba desahogarme rápidamente.

—Ja, ja, ja… Ay, mi niña… La casa de la que usted habla la derribaron hace… ochenta años. Efectivamente, vivían una señora, su esposo y su nenita pequeña, aparentemente una familia feliz, pero el padre era esquizofrénico. ¡Pase dentro! Siéntese, le contaré la historia. La veo un poquito pálida y… sinceramente, yo ya la estaba esperando…

Era cierto, yo estaba a punto de desvanecerme. Sin mediar palabra, pasé y me senté a su lado en un salón con chimenea.

—Como le iba diciendo, el padre tenía muchos problemas. Su esposa sufría mucho; estaba muy enamorada de su marido, pero este cada día estaba peor. Sentía y creía que su mujer le era infiel, y eso le hacía perder los nervios y arrojarse a la bebida, algo que, sin embargo, cuando él estaba cuerdo y en buenas condiciones, odiaba. Era muy curioso: también odiaba los malos tratos a las mujeres. Según creo, decía que todas las mujeres eran iguales… bueno, lo decía también por su madre, que abandonó a su padre y a él siendo aún joven. Les dejó por un amor loco, y él estaba obsesionado con aquello.

—¿Y usted cómo sabe tantas cosas? Debía conocer muy bien a la familia para saber tantas intimidades.

—Señorita, jovencita, yo sé todo eso y mucho más porque… aquella niña a la que usted ayudó… soy yo, y aquella mamá encerrada en el paredón era… mi madre.

Se hizo un gran vacío de silencio en la habitación. En aquel momento, en décimas de segundo, cuando dijo esas palabras, no era ella quien hablaba. El rostro que yo veía era el de aquella niña, que, al volver, tras aquellos segundos, se convirtió en la abuelita. Me sentía como la periodista de “Titanic”; aquello no podía ser real, pero lo era.

—Y usted, jovencita, ha cambiado sin saberlo el ritmo de la historia. Digamos que es como si hubiese escrito otro final feliz para la novela.

—¿A qué se refiere?

—Cuando mi madre quedó encerrada y se llevaron a mi padre al psiquiátrico, a mí me llevaron a un reformatorio. Tras aquello, tiraron la casa, y mi madre yacía bajo los escombros de ladrillo en el descampado. Nadie lo sabía, pero yo sí, y cada noche mi madre se me aparecía en mi habitación, dándome de la manita y llevándome por el mundo de los sueños a nuestra casa. Una vez que llegábamos a aquella habitación, desaparecía y me encontraba yo solita abrazada a aquella fría y húmeda pared de ladrillo, escuchando aquellos lamentos. Y así noche tras noche. De hecho, aún recuerdo al levantarme por las mañanas en el reformatorio, aquel olor a humedad en mi camisón. Así fue hasta que, en uno de esos sueños, apareció usted por la calle, asomándose curiosa y mirando hacia aquella ventana. Fue como caída del cielo; yo estaba con una linterna y la llamé la atención, y lo demás ya lo conoce usted.

—Sigo sin entender nada. Ocurrió hace ochenta años. ¿Qué pinto yo en aquella historia? Y, sobre todo, ¿en qué he cambiado yo la historia?

—Usted, sin saberlo, se ha trasladado al pasado. Usted estuvo en aquella casa, claro que estuvo, pero hace ochenta años, cuando yo era una jovencita. Y usted ha cambiado la historia porque, ayer, mi madre simplemente estaba desaparecida. Hoy, sin embargo… yace enterrada en el cementerio de la ciudad.

—¿Enterrada? Pero si tan siquiera pasó aquella ambulancia por la casa…

—Claro que no, jovencita. La ambulancia la avisó hoy, en el año 2005, pero mi madre falleció casi conmigo en brazos cuando usted la sacó del paredón, y claro, aquello ocurrió en el año 1925.

—Pero si usted se encontraba en un sueño y yo en el pasado, ¿quién avisó de que su madre falleció?

—Me encerraron por pensar que yo estaba loca como mi padre y necesitaba control médico, pero como en todas las residencias, no todos los cuidadores son iguales. Mi psicóloga me escuchaba, y aquella mañana la avisé de que mi madre yacía muerta en la habitación de aquella casa.

—Pero, ¿la casa no la habían derribado?

—No, la casa estaba ahí como usted la dejó. Pocos minutos después de sacar a mi madre, aquella casa desapareció por completo.

—¿Y cómo es que aquella psicóloga no la ayudó cuando usted sabía que su madre estaba encerrada?

—Porque hasta entonces no había tenido psicólogas, tan solo cuidadoras.

—Sigo pensando que todo esto es increíble: el mundo de los sueños, el pasado… Y sobre todo, el hecho de que todo haya transcurrido en tan solo un día, si no en una mañana. Porque yo llevo paseando por esta calle hace unos meses y contemplando, incluso con mi compañera, el suspense y la curiosidad de aquella casa.

—Efectivamente, sin saberlo se estaba encontrando en ese pasado, en mis sueños, pero aunque la viesen, aquella casa, mi casa, no estaba allí.

—Solo digo una cosa: ¡cómo me gustaría haber sido escritora para haber plasmado la historia sobre papel y darla a conocer! —dije emocionada.

—Bueno, confórmese, jovencita, con haber hecho, que ya es mucho… que mi madre descansase en paz. Le cambió la vida a ella, y yo dejé de soñar con ella y con la casa. Por fin pude crecer feliz, sabiendo que no estaba agonizando en muerte.

—Pues yo he sacado el haberla conocido. De verdad, me siento muy orgullosa de todo. Ahora sí, me tengo que marchar, se me ha hecho tarde y el año 2005 me espera… —dije sonriendo.

—Sí, claro. Ya sabe dónde puede venir siempre que quiera: una taza de café y buena conversación. Aquí tiene a “su abuelita”, —dijo de forma muy simpática.

—Lo haré, se lo prometo.

Le di dos besos, ella abrió la puerta de la casa, estrechó mis manos con las suyas y me dijo adiós, cerrando tras de ella aquella puerta que guardaba aquella historia increíble. Pero algo curioso ocurrió: cuando marché de aquel porche, continué andando y… ¡adivinen! Allí estaba aquella famosa casa, y en la última ventana de la derecha ya no había cortinas desgarradas. Había dos personas en la ventana vestidas de blanco; eran la pequeña y su mamá. Me decían adiós con las manos. Yo… me despedí de ellas, me despedí de aquel pasado de 1925.

© Mª José Sobrino Simal    Publicado el día 29 de octubre del año 2024

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