La sala de espera languidecía. Un enorme reloj escribía con su saeta un tiempo desleído. El aire, viciado de dudas, se masticaba, creando un limbo acunado por algún diapasón indolente. Todo se mantenía estático en ese transcurrir sonoro del tiempo.
Algunas figuras, como un mágico billar de carambolas, se desplazaban hacia el cartel de la entrada y el opuesto de salida, chocando y rebotando como sombras deshilachadas. Pareciera que entrar o salir fuera indiferente, y solo el movimiento sirviera de alivio febril a la estancia.
Un banco corrido, del color azul de la ilusión, delimitaba vagamente las distancias. Suficiente para notar el leve calor a vaharadas que irradiaban otros cuerpos como hornillos de mercurio.
Contrastaba con el creciente calor la apertura de mi bata, que como un telón mal corrido exponía mis glúteos al marmóreo y sediento asiento, buscando la complicidad peristáltica de mi intestino. Calculé el paso del tiempo, ponderándolo a través del ojo del culo, ya pétreo a esas alturas. Quizás- pensé- esa sombra negra que pasa no es un cura, es un pingüino.
Alguien, como medida disuasoria, había impregnado el suelo de la gran puerta giratoria de admisiones con el pegamento de la urgencia, y decenas de atrapadas figuras parecían girar en un carrusel de imposible avance.
Hacia dos horas que un solicito joven me había depositado pulcramente en la sala.
En un vano afán por culminar la misión se mostró interesado por mi nombre, la fecha del cumpleaños, y el año de nacimiento. Le deslicé el de Miramamolín y las Navas de Tolosa.
Se desmadejaba el tiempo en su desdibujo, mientras yo intentaba enfocar para parecer vivo, en la espera de alguien que tropezara con mi fotografía.
Moví un ojo. Mi vecino, atento también a cualquier vestigio vital movió un dedo, intercambiando así ambos un dialogo amable y sincero.
Algo, en apariencia nítido, me provocó un parpadeo, elevando el momento a la categoría de realidad. Era un médico, perdido al igual que todos en esa sala de espera. Dudaba en dirigirse a nosotros, pero ni mi amigo ni yo teníamos ya a esas alturas ninguna consideración por sus cuitas. La sala, más viva que su contenido, acercó sus dos aristas intentando expulsarle, deformando grotescamente sus humanos contornos. Un Bic, a modo de termómetro, derramaba la azulada sangre en el bolsillo superior de su inmaculada bata, creando un test de Rorschach ininteligible.
Roté el ojo amigo hacia mi compañero, que me devolvió un dactilagráfico gesto. Yo no era el elegido. La máquina expendedora lucía, al igual que en una feria, sonidos y colores psicodélicos.
Olía a fiebre retenida y vómito liberado, mezclado con el sudor del miedo. Todos nos sentíamos culpables. Sanos y enfermos enjugábamos la incertidumbre en el líquido elemento de la lagrima contenida. Alguien se quejó, rompiendo el hechizo. El doctor giró la cabeza como una lechuza buscando al doliente. Mi amigo y yo pasamos entonces a otro plano, regresando al limbo de la espera.
Una enfermera apareció de ningún sitio (a esas alturas, mi visión no abarcaba más espacio que mi propia existencia). Me pareció ver por el asomado borde de su mascarilla a un impoluto y blanco murciélago mostrando los colmillos. La sangre abandonó mis venas camino al embolo punzante, dejando solo una lágrima roja que viajó a mi corazón en penoso intento por hacerle latir de nuevo.
Cuando logré acompasar el pulso mi vecino había desaparecido. La pérdida me provocó un desvanecimiento.
Desperté seis horas después, sin fiebre ni vesícula. Una paz blanca y mullida acogía mi cuerpo maltratado, como el despojo del soldado después de la batalla. Giré la cabeza en busca de alguien al que hacer partícipe de mi suerte.
Mi compañero movió un dedo.
© Purificación Minguez Publicado el día 2 de Julio del año 2024
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