(………) Recordaba el lugar, situado a escasos dos kilómetros de La Vega. En una antigua pedanía que un buen día de 1945 sufrió la feliz visita de toda una congregación de monjes rubios y lampiños. Con el porte y la mirada aceradamente germánica.

Eligieron la finca más tétrica y teutónica que pudieron encontrar entre las escasas casonas blasonadas que ocupaban el valle, vestigio de antiguos próceres venidos de las Indias. La finca, rodeada por un bosque de hayas, discurría a la par que un riachuelo, mutando en torrente y cascadas a lo largo de su recorrido. También mostraba tras la reja un césped tupido y verde salpicado de árboles, que entreveraba el paisaje con leves  notas rojas y amarillas al llegar el otoño. El musgo que cubría los altos muros que la delimitaban formaba un extraño y mullido valle vertical y esmeralda, de geometría salvaje, dejando así el lugar casi mimetizado por la naturaleza. Solo la gran puerta de hierro, que fuera otrora orgullo del Indiano, dejaba ver como una herida herrumbrosa la mano del hombre.

El emplazamiento era idílico y resultó el adecuado, ya que los lugareños, ocupados en su propia supervivencia, actuaron como todo buen anfitrión que se precie: con suma delicadeza hacia sus huéspedes. Bajo la premisa de los unos en evitar preguntas, y la firme voluntad de los otros en no contestarlas.

El ininteligible idioma de los visitantes sirvió de argamasa distante para la relación, y al cabo de los años ya nadie recordaba cuándo ni cómo llegaron Los Rubios, o porqué se habían quedado. Quitándole importancia al detalle de la falta de oraciones, misas o ritual alguno, que resultaron inexistentes en el ya conocido como El Monasterio.

Durante un tiempo los monjes, enemigos genéticos del ocio como eran, acogieron en la endogámica diáspora que invadió esos años de posguerra a la Península Ibérica, a más rubios y lampiños especímenes, que desaparecían al poco tiempo en busca de nuevos horizontes. A ser posible lo más alejado de aquél mundo que habían, en su locura, intentado destruir.

El lugar fue llenándose de leyendas, no todas imaginadas. Un espeso silencio cayó sobre él hasta el punto de difuminarse en la memoria del pueblo que lo cobijaba. Como si una cruel naturaleza lo hubiera desgajado del paisaje, dibujando un vacío alrededor del extraño paraje.

De vez en cuando algún caminante en penitencia, o turista imprudente, pecando contra el mandato (colgaba de la puerta un “No molestar. Danke” primorosamente grabado sobre el metal) conseguía atravesar sus muros. Lo relatado en las crónicas no siempre fue tenido por cierto, en vista del estado lastimoso en que eran hallados días después los osados intrusos. A saber, completamente borrachos y desnudos en sintomático cuadro que consistía, a grandes rasgos, en grave indigestión, pérdida de la virginidad más vergonzosa entre los varones y cierto regocijo entre las hembras, mucho mejor atendidas por los monjes, debido a lo exótico de su esplendorosa anatomía.

Tanto misterio acrecentó una leyenda no exenta de pergaminos, fórmulas mágicas, pócimas, fuegos fatuos nocturnos, salchichas y chucrut, que la historia no supo digerir ni interiorizar en aquella zona (más dada a duelos y quebrantos las más precarias noches) durante el transcurso posterior  de cuatro décadas oscuras.

No obstante el futuro, siempre ateo ante cualquier dios, le deparaba al lugar un destino distinto al origen. Y un buen día un judío sefardí, llegado de La Tierra Prometida, compró la casa a un despistado y olvidadizo retoño de aquellos monjes (bien imagináis, no libres de pecado contra el sexto mandamiento) y refundó el edificio convirtiéndolo en Sanatorio Mental, Freud incluido, con cierta por qué no decirlo, justicia poética.

Una hábil campaña de marketing obró el milagro de convertir el riachuelo poco menos que en agua bendita. Así, el ahora sanatorio, se vio rematado con un flamante Pabellón de Reposo, a modo de balneario.

Las vacas, ovejas y cabras dejaron de abrevar en las codiciadas aguas, que fueron a su vez embotelladas con el mismo apodo irónico, que el nuevo propietario, no quiso eliminar. Haciendo así al judío rencoroso, rico y doblemente orgulloso de la hazaña.

La Rubia con Gas, gracias a la calidad de su composición, es aún hoy la cerveza más reputada de la región. Y cuenta con numerosos adeptos en el resto del estado, ajenos a la historia que la vio nacer (………..)

Extracto de la novela La Casa Duplicada (en construcción )© Purificación Minguez

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