Fue por mayo. Una gastroenteritis inclemente -ese fue el diagnóstico de Lucía-, me tenía absolutamente postrado y derrotado. Entre las exigencias de ese guion está la de acudir presto al ambigú de la alcoba; y se acude, claro que sí, mareado, con fiebre, empapado en sudor frío y con poca discreción en el silencio de la noche.
Resultó que estando en el baño, más o menos tranquilo, con los ojos bien abiertos y sin ver nada, vi sin embargo cómo un bidé se abalanzaba sobre mi sin dar explicación alguna. El golpe fue importante y lo oyó Lucía, que estaba en la cama o quizá al otro lado de la puerta, y vino a ver y vio efectivamente el resultado de tan desigual batalla: el bidé en su sitio y un individuo tirado en el suelo y golpeado en la cabeza y la cabeza en el bidé. Todo un espectáculo.
Durante esos dos días de malestar y visitas precipitadas al baño, llegué a sentir cierto temor al hecho de enfrentarme a mis propios antecedentes. En plena agonía y delirio febril, a vaya usted a saber qué hora de la noche, mientras regresaba atolondrado a la cama, aún me quedaba un gramo de dignidad y orgullo: digo yo, Lucía, que deberíamos enmoquetar el baño y cubrir con protectores acolchados los objetos contundentes y elementos arrojadizos, tales como el lavabo, la bañera, el bidé, y quizá la puerta, como aquellas puertas de los años setenta que aún quedan en algunas cafeterías, forradas de escay granate remachado con chinchetas doradas, qué cosas…
© Eliseo Pérez Publicado el día 20 de enero de 2024
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