Ana estaba sentada como cada tarde al lado de su mesa camilla frente a su ventana, testigo de los aromas y olores que aquel parque guardaba. Sentada y tomando como cada tarde su tacita de té con pastas. Incorporó ligeramente la espalda, agudizó la vista, y…

Vaya mocito! -exclamó contemplando la figura de un joven apoyado en uno de los bancos de madera que se alineaban delante del parque. 

El joven tenía un cigarrillo en la mano, mientras en la otra contemplaba un reloj que llevaba en el bolsillo del pantalón.

Sí, realmente es un buen mozo, ¡qué guapo, qué porte!…pero, si creo conocerle… ¡Ay, señor, si yo diría que es mi Antonio! Sí, claro, es mi novio que está aguardándome, y yo aquí haciéndole esperar con estos pelos. Ahora mismo voy a levantarme, me arreglaré el cabello, a él le gusta que lo lleve suelto, sobre los hombros, y me pondré aquel vestido blanco que tanto le gusta, aunque dice que es un poco descarado, pero como voy con él no pasa nada. Sí, me lo pondré. ¡Ay, qué ilusión tengo, voy a ver a mi novio! hacía mucho que no venía por aquí, claro, el pobre está tan ocupado… Bueno, no voy a hacerle esperar. ¡Ah!, ¿Qué perfume me voy a poner? ¡Ah, bueno, sí! el que él me regaló, sí, le gustará. Me empolvaré un poquito la cara, me colgaré aquel bolso que tan solo uso en ocasiones especiales, como hoy porque… voy a ver a mi Antonio.  ¡Ana, venga¡ ¡levántate y ponte guapa para él!

Al levantarse se dio cuenta de que no podía y cayó fulminada, apoyando la cabeza sobre sus brazos encima de aquella mesa camilla, mientras sollozaba…

Dios mío, Ana es que ya no te acuerdas de que no eres una jovencita, que tienes noventa años, Alzheimer,

Estoy en una residencia desde hace algunos años y sobre una silla de ruedas, abandonada por mi familia pero no por mis recuerdos. Pero estos no pueden hacer que ande, no pueden hacer que me levante para salir de aquí. Dicen que tengo Alzheimer, al menos eso oigo por los pasillos y a los médicos, pero sé quién soy, lo sé perfectamente, pero algo me impide deletrear palabras, algo me impide hablar bien, mi voz está enjaulada. Sin embargo, mis oídos están libres para escuchar cosas que ojalá fuera sorda. Yo sé que tengo fuerzas para andar, pero no me dejan. Este cinturón me aprieta hasta el alma. Si al menos mis hijos o mis nietos estuvieran aquí para quitármelo, aunque solo fuera un rato, con un ratito me conformaría, solo un ratito pido, para salir a la calle, poder cruzar el parque y contemplar aquellas flores que desde mi ventana veo cada mañana. Se ven tan bonitas desde que ha llegado la primavera. 

Ana se incorpora, levanta la mirada y la dirige hacia la ventana.

¡Qué bonitas se ven! Y esos pájaros que cantan por las mañanas temprano y que a veces se posan sobre los barrotes de la ventana, me dan tanta compañía. Me conformaría con poder verlos de cerca, sobre los charquitos que forma la fuente del parque cuando los niños beben agua, y poder sentarme sin esta odiosa silla en aquel banquito, bajo ese árbol con esa mezcla de verde y violeta. ¡Qué aroma tan perfecto! Jamás existió mejor esencia. Pero aquí estoy, entre estas cuatro paredes, porque dicen que tengo Alzheimer. Sin embargo, sé lo que son las flores, sé lo que es un pájaro, sé si es de día o de noche, si llueve o si sale el sol. Reconozco el color de las flores. Dicen que no recuerdo a mis hijos y a mis nietos, pero es que… ¡Hace tanto que no los veo! No sé nada de ellos, tan solo que un día me dejaron aquí, y no sé nada más.

Comenzó a moverse un poco sobre la silla…

Vaya, pero si creo que estoy mojada. Tengo el vestido empapado. Se me ha debido escapar algo. Claro, ya recuerdo, sentía ganas de ir al baño pero me dijeron que ya me llevarían, pero de eso hace… uy, ya no lo recuerdo. También tengo un poco de hambre, echo de menos aquella despensilla de mi casa. Es una lata tener que esperar a que me den de comer. Claro, los demás siempre están comiendo algo. Deben ser sus familias quienes se lo llevan, ¡qué suerte tienen! Tengo mucha sed, hoy hace tanto calor. Intentaré salir fuera por si alguien me da agua…

A duras penas, Ana, ayudada por sus manos, conduce la silla de ruedas al pasillo pese a la dificultad, tropezando con ropa la mojada en el suelo que le han cambiado esa misma mañana y que no la recogerán hasta el día siguiente. Una vez en el pasillo, ve a las auxiliares…

Por favor!, ¡Señorita!, ¡Deme usted un poquito de agua!

Pero estas le dicen lo mismo de siempre: “Enseguida se la damos.” Como siempre,

Ana ya lo sabía, siempre lo mismo, pero nunca iban, nadie la escuchaba, todas andaban muy ocupadas. Ana volvió a entrar en la habitación.

Ay!, me siento tan sola….

De pronto se le volvió a obnubilar la vista, pero no, no piensen ni crean que sufriría una alucinación, era una ilusión, su ilusión…

Ay, se me olvidaba! Pero si me está esperando mi AntonioSí, ahí sigue. Vaya, le noto cambiado, ya no está tan joven como antes, pero sigue siendo tan guapo, aunque ya viste canas. Antonio, no te vayas por favor, ven a por mí, quiero ir contigo, no soporto esta soledad, espérame.

En ese momento, Ana volvió a agachar la cabeza sobre sus brazos, sin aliento, con todo el peso de su cuerpo sobre aquella silla de ruedas y toda ella empapada. En su mano tenía una foto… la foto de su querido Antonio. Horas después, una auxiliar acudió. Era la hora del cambio de pañales, de la cena y la hora de acostarlos. Pero a Ana ya no tenían que ponerle otro pañal, ni otro vestido, ni darle la cena, tan solo esperar el reconocimiento del médico. Bajaron la persiana de su habitación, corrieron las cortinas, allá quedaron los pájaros, allá quedó el parque, allá quedaron los árboles, allá quedó el cuerpo de Ana, porque su alma se fue con su Antonio, con aquel vestido blanco, con su bolso favorito, con aquel perfume que él le regaló, con su melena sobre los hombros.

Su cuerpo yacía solo, pero su corazón ya estaba con su Antonio.

© María José Sobrino Simal                                                      Publicado el día 27 de julio del año 2024

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