Rubén entró a trabajar en la Oficina de Objetos Perdidos un día de marzo de 1968. La casualidad y un despiste al tomar el recodo de la esquina, en vez de seguir en línea recta hasta el parque de Las Almas, fue el desencadenante.
La pálida acera, en contraste contra un cielo de celofán azul, le cegó momentáneamente errando sus pasos, obligándole a buscar la sombra ante la implacable luz que despedía aquel mes de marzo.
Giró de nuevo hacia la derecha, ya completamente desorientado. El pueblo se desplegaba en ese punto como un papirofléxico mapa. El doblez de la Plaza, la esquina sesgada que llevaba al rio. Y al fondo el campo, rotulado con la incipiente mies que pujaba por rellenar los límites del municipio.
Iba para dos meses la diáspora de Rubén, alejado de las ciudades y su tumulto. No había sido fácil aprender del silencio, reconocer cada rostro sucumbiendo al hábito de lo conocido. Descubrirse al fin pequeño y dejarse olvidar, en una paz que le prestaba la bienvenida cada día
La oficina de objetos perdidos se encontraba al final de la calle. Había que pasar antes por el colmado, la vieja zapatería que arreglaba los desgastados paraguas allá por el otoño. La juguetería, que aún dejaba ver el puzle con sus quinientas fichas de cartón melladas y amarillentas, y que nadie se había atrevido a comprar. Circulaba el rumor sobre la falta de dos piezas que hurtó el Benito, hijo de la quiosquera, una tarde de hace veinte años. Y la armería, en su impúdica exhibición sobre el polvoriento escaparate de varios rifles de caza, velando cuerpos disecados a modo de trofeo y levantando al paso de los transeúntes un ligero olor a pólvora y moho, que se deslizaba hasta la calle, en una invitación a toda destrucción legal y civilizada posible.
El cartel estaba colocado en el peor lugar para ser visto, como a desgana, y amarilleaba aún más que la tarde. Sobre el cartón pluma y sin enmarcar se podía leer el escueto mensaje: Se necesita profesor, acompañado de un Razón aquí, irónico mensaje que ninguna duda disipaba.
Rubén entornó la pesada puerta de madera con cuidado, aunque de nada sirvió. Los goznes chirriaron con la dentera de una película de serie B. Con él también se coló un haz de luz sobre la fría y fúnebre estancia, dibujando una atmosfera de polvo suspendido. Pasaron unos segundos, los suficientes como para que Rubén sintiera como el frio se alojaba en su esqueleto, quizás para siempre.
-Cierre, hay corriente-.
La voz llegó desde todos los lugares, potente y clara. El timbre celestial se hizo carne en un cuerpo al que la luz indirecta dibujó, por un instante, dos enormes alas batiendo contra la desdicha eterna. Rubén ya para entonces había entrado en trance. Sin posibilidad de vuelta a una realidad que su inconsciencia había dejado atrás al atravesar la puerta.
-Vengo por…..-. Una bocanada de humo azul acompañó la frase de Rubén.
-¿Se le ha perdido algo?- interrumpió la voz-
-….el anuncio – continúo Rubén-
Ver el asombro en la cara de un ángel caído no es cosa que ocurra a diario – pensó Rubén ante la expresión de su interlocutor-
Ataúlfo, el asombrado encargado de la oficina de objetos perdidos desde hacía ya un tiempo, terminó de colocarse la bata sobre los hombros. Las alas del aquel ángel dejaron de batir.
-Necesitamos un profesor, es cierto – continuó la voz- pero no cualquier profesor. No es usted el único que se postula para el puesto, otros lo han intentado sin éxito ¿Es usted profesor? Dos ojos escudriñadores se aproximaron a Rubén, radiografiándole la pregunta.
-Desde hace treinta años- acertó a contestar Rubén.
Entones el puesto es suyo – cortó la voz-.
Tres folios con letra prieta se desplegaron sobre el mostrador.
-Firme aquí, en la línea de puntos- dijo Ataúlfo, alcanzándole una pluma de ganso embebida en tinta roja.
-Tengo una pregunta, no obstante- Se atrevió a decir Rubén-.
La pluma dejó caer una lágrima roja sobre el documento, aunque quizás fuera de Ataúlfo, la escasa luz no dejaba nada en claro.
-Pregunte, pregunte- Esta vez la voz de bajó tres octavas, dulcificándose.
-Mi pregunta es bien sencilla ¿Cómo es que una oficina de objetos perdidos necesita un profesor?
-Contestar a esa pregunta es también sencillo- continuó Ataúlfo-. Todo comenzó hace apenas unos meses coincidiendo con mi incorporación al puesto. Hasta entonces este establecimiento se ocupaba de los objetos que la gente extraviaba en pequeños descuidos. Varios paraguas, cartas sin remite posadas en los bancos del paseo, agendas con citas olvidadas, maletas descuidadas que enviaba el Severino desde la estación. Lo normal en los pueblos. Pero llegaron los gatos.
– ¿Los gatos? – inquirió un Rubén cada vez más extrañado.
– Tres gatos concretamente. En menos de dos semanas. Fue una labor ingente encontrar a sus dueños. Digamos que esa circunstancia amplió nuestro ámbito de actuación. Decidimos abrir otras vías de negocio. La gente que pierde objetos no es muy dada a recompensas cuando los recupera.
– ¿Pero, hay qué pagar por los objetos para recuperarlos? –Cortó Rubén-
Por los objetos no, pero por las mascotas….Y ahí estriba la dificultad de la empresa. Tuvimos que ponernos creativos. En un mundo de libre mercado no es de recibo recuperar sin coste. Si así se hiciera la gente no valoraría lo que posee, dejando en manos de otros conservar y velar sus posesiones. Sería el caos.
– ¿Y funcionó?
-A las mil maravillas. Doscientas pesetas por gato.
– Seiscientas pesetas no es mal inicio- dijo Rubén –
-Cuatrocientas- Contestó un doliente Ataúlfo.
– Perdón, tres gatos…
-Recogieron dos, no todo el mundo valora la compañía de un animal. Poe continúa con nosotros. El resignado encargado dirigió la mirada hacia la esquina, donde Poe, un gato Bombay, se relamía observándoles.
– Bueno, aun así son tres de dos- medió Rubén-
Un éxito, diría yo – cortó un exultante Ataúlfo- Pero eso sólo fue el inicio. Acompáñeme al interior. Quizás sea más fácil que encuentre la respuesta sobre el anuncio que le ha traído felizmente hasta aquí viéndolo usted mismo.
Ataúlfo retiró una cortina de terciopelo a la vez que hacia un gesto para que le acompañara. Todo volvió unos segundos a oscurecerse. El futuro jefe de Rubén encendió un candil, vislumbrándose una puerta parecida a la de la entrada, excepto por la mirilla en forma de ojo de buey. Ataulfo desplazó con agilidad la abertura invitándole a acercarse.
Han pasado algunos años, pero Rubén aún guarda en su memoria la sensación que sintió en ese momento, mezcla de asombro y maravilla a partes iguales.
Ante sus ojos, a través de la abierta mirilla, se desplegaba una biblioteca gigantesca llena de luz. Los ejemplares en prietas filas, perfectamente agrupados sobre baldas, se extendían hasta un techo infinito. Ni una mota de polvo sobrevolaba el aire. En la sala una decena de personas se encontraban sentadas en pupitres individuales. Sonaba Basch.
-Asombroso – Acertó a decir Rubén-.
– Son almas perdidas. Las hemos ido recogiendo, ofuscadas como estaban. Gabriel, ese que ve en la esquina, se pierde si la poesía no lleva título. A su lado está Ofelia, a la que el desamor le dicta encendidos versos sin respuesta. Rogelio, por ejemplo, no se atreve a escribir la frase que hará el número ciento uno, y anoréxico de palabras, va adelgazando sus textos. También necesita ayuda y esperanza Cordelia; al contrario que Rogelio ella está escribiendo una historia interminable, que se resiste a dar fin. Les describiría a todos, pero algo me dice que usted podrá fácilmente ver sus necesidades. Necesitamos un profesor que les instruya, para que encuentren acomodo en estos nuevos tiempos que se avecinan, y dejen de ser almas perdidas.
– ¿Y cuánto pagan estas “almas” `por descubrir su lugar en el mundo?
– Nada. Seguimos secuestrando gatos. Un pequeño subterfugio que igual antes no le he comentado. El mercado nos impone pequeños delitos para conseguir un bien mayor.
A la salida, arrancar de la pared el aviso le llevó a Rubén unos minutos de laborioso empuje. Quién fuera el que lo hubiera pegado lo había hecho a conciencia, quizás calculando que anidaría allí durante largo tiempo. El siglo XX mediaba melancólico, en espera de la revolución de primavera que ya se fraguaba detrás de una frontera inalcanzable. Rubén admiró enternecido el arte que se esconde en las bibliotecas olvidadas, allí donde las almas perdidas buscan encontrarse, repudiadas por algún Dios que ignora a quienes se extravían. Sonrió para sí mientras ocultaba el cartel bajo el brazo.
La tortilla de acelgas esa noche le supo a gloria. Un placentero sueño que incluía un limbo, una biblioteca, un ángel y un gato, le mantuvo entretenido hasta la mañana siguiente. Decidido a ser realista pidiéndose un imposible volvió a ahuecar la almohada, donde reposaba a buen recaudo, plegado para evitar dobleces, el cartel que amarillento por la luz de marzo inauguraba su futuro
©Purificación Mínguez Publicado el día 4 de mayo de 2024
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