En el invierno de mi infancia algunos domingos evitaba la misa. Era fácil deslizarse de la fila, todas llevábamos el mismo abrigo de paño verde con capucha. Aprovechaba ese tiempo sin ritual para bajar a la desierta playa, esperando encontrar entre las conchas que las olas depositaban en la orilla, aquellas que tuvieran el tamaño adecuado. Elegía las más blancas. Era muy importante que no estuvieran melladas, y huía de aquellas que mostraban vetas rosadas o se oscurecían en los bordes. La aventura no ha de estar nunca exenta de cierta estética. Yo quería una concha diferente, que destacara sobre el azul, sobre la arena. Y que si acaso pudiera llegar al horizonte, sirviera para distinguir donde empieza el cielo y donde termina la mar.

Hacía con ellas pequeñas barquitas de prueba, utilizando palillos que hurtaba a mi madre a escondidas. Fue laborioso también ir poco a poco guardando en el estuche pequeños porciones de plastilina, escamoteadas a la profesora de Tercero. Ella las controlaba con avaricia, hasta el punto de guardarlas bajo llave, en el cajón desvencijado del enorme escritorio que presidia elevado la clase de manualidades. Justo al lado de la regla de madera con la que aplicaba diligente los castigos.

Para las velas la solución tardó un poco. El papel escaseaba ¡Y de tela ni hablar! Mi madre atesoraba cualquier jirón que pudiera servir en el apuro para solucionar un roto.

La ayuda llegó de la mano de mi vecina, la del Principal. En su colegio, el de las monjas del Sagrado Espíritu, existían otros materiales, extraordinarios e inalcanzables para mí. Descubrir el celofán, con esos extraños colores que expuestos a la plomiza luz del  invierno prometían la magia de la navidad, me hizo viajar por el paisaje de un cuento de hadas; con sus rojos, azules, verdes y dorados tonos, tan parecidos a las enormes bolas que colgaban del abeto en la plaza de mi pueblo.

El caso es que, a base de grandes riesgos y economías, conseguí el suficiente material para emprender mi experimento, fijando el palillo a la plastilina, y esta a la concha, embelleciendo finalmente el artilugio con una vela translúcida y luminosa que favorecía el conjunto. Todo a mis ojos parecía impregnado de un toque glamuroso,  que esperaba no pasara desapercibido cuando se alejara por el horizonte.

Esa mañana, ahí me veríais, cargada con mis tesoros. Cuando todo estuvo dispuesto, ante un mar en calma, armé mi barca viajera y me adentré en el mar, no sin antes dejar mis botitas “Gorila” a resguardo, como mi madre me había enseñado, con la hebilla bien puesta para no deformarlas. Así durarían todo el invierno, como le habían durado a mi hermana el año anterior.

Justo cuando la ola levantó la concha tuve una última imagen profética. Vi como una pequeña caracola se embarcaba en el viaje de mis sueños a lomos de la precaria barquita, con tal agilidad, que equilibró su peso favoreciendo la travesía en su cabriola.

Pensé –Aún tenemos una oportunidad los seres pequeños de este mundo para alcanzar nuevos destinos

Al igual que esta caracola, alguien en algún sitio quizás este construyendo una barca que la aleje del colegio, de su pueblo. Y de los domingos con misa..

©Purificación Mínguez     Publicado el día 2 de abril del año 2024

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