Y echaron a andar, sin mapa ¡Quién quiere conocer el destino!

Sería absurdo parar en todos los cruces -se decían sonriendo- podríamos perdernos en cada acierto, creyéndonos reyes.

El camino, tan enrevesado, a veces se bifurcaba, y solían soltarse de la mano explorando otras opciones. Con los ojos prendidos en el otro para no perderse. Ella se habría cambiado de acera constantemente entorpeciendo la ruta; consciente de ello, procuraba ir digna y erguida, como si su elección fuera la mejor de todas a pesar de los errores.

Algunas veces el camino se cortaba o se convertía en desierto. Era entonces, ante cualquier espejismo del paisaje, cuando ella le relataba hermosas historias que hablaban de montañas y bosques donde abunda el muérdago y la belladona, llenando el momento de magia. Él la miraba extasiado ante la promesa, y ella, consciente del hechizo, se dejaba querer por ese niño que asomaba en la mirada mecido por el relato, en espera que el horizonte creciera ante la vista.

Hacían planes frente a lo imposible. La escarpada montaña, los rápidos de un rio, la lluvia menuda que cala en el alma sin poder resguardarse, o el viento acerado sobre la árida planicie del calendario. Era entonces cuando él sacaba un lápiz de la mochila y dibujaba puentes sobre los desafíos más inexpugnables, con escaleras firmes y robustas. Aunque no hubiera tierra bajo los pies aprendieron a levitar sobre el garabato amoroso sobrevolando las dificultades. Ella nunca entendió los trazos oscuros sobre los contornos que él siempre delineaba, pero acabó tirando la goma de borrar para no desanimarle.

A veces el camino era silencioso, cargado de esperas y renuncias. Notaban la fuerza gravitatoria que los impulsaba al alejamiento. Descubrieron que ella no sabía andar por las piedras, y que a él le quemaba la fina arena por la que ella caminaba sin dolor alguno. Él amaba los montes y la lluvia. Olvidaron el mar; aunque en cada cima ella suspirase intentando oler a través de la brisa el salitre que el viento generoso le brindaba cuando menos lo esperaba, recordándole el paisaje olvidado y aliviándola de lo abrupto del sendero elegido.

El tiempo servía de compás y graduaba los círculos concéntricos de algunos caminos que parecían aprisionar los sueños, repetidos una y mil veces cada noche, que los hacían regresar al lecho donde se acuna el olvido de afrentas y desacuerdos.

Pasaron los años y las sendas se volvieron tortuosas, retorcidas entre los páramos yertos. No se desanimaron, escarbando en las raíces en busca de aquellas en las que el tiempo no hubiera depositado el polvo del olvido. Ella cesó de peinarse cada mañana, pero él nunca dejo de acariciar su pelo intentando no tocar los nudos que el tiempo trenzaba entre los cabellos.

Siguieron andando hasta llegar al lugar soñado donde el amor descansa del oficio de soldado y se dulcifica. Él entonces sacó de entre sus ropas harapientas un mapa, oculto hasta ese día, donde se perfilaba el mágico viaje de sus vidas. Dibujado con mimo. Ella se rindió ante la nostalgia perdonándole la travesura, y una sonrisa floreció en su boca, mientras sus manos tocaban el garabato amoroso ajado por el tiempo, en el que una lágrima peregrina había depositado un borrón de tinta allí donde decía:

Este garabato te encontró sin mapa y viajó contigo dibujando el atlas de un amor profundo.

                                                  ©Purificación Minguez

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