El tiempo en Orestes : Jesús del Rio

Publicado por La Buena Letra en

 1

Ocurre que si uno tiene que levantarse todos los días a las seis de la mañana, viajar cuarenta y cinco minutos en tren y caminar diez más hasta su puesto de trabajo, emplear ocho horas en una labor rutinaria con el añadido de una interrupción de hora y media para comer, y una vez terminada la jornada laboral desandar el camino de la mañana (diez de paseo y cuarenta y cinco de tren), uno tiene derecho a aprovechar ese trayecto, uno de los pocos momentos del día ausentes de realidad, para echar una cabezadita.

Y si además ocurre que tras seis años de continua práctica del itinerario anteriormente descrito, uno ha conseguido alcanzar el éxito en sus pretensiones oníricas hasta el punto de ser capaz de dormirse apenas un minuto después de la salida y despertar apenas unos segundos antes de su estación, uno llega a considerar esa costumbre, sus cabezadas en el tren durante el trayecto de vuelta a casa, como uno de los instantes más felices del día.

Por lo tanto no ha de resultar sorprendente que ante una brutal alteración de esa fase de equilibrio diario en forma de súbita invasión de niños excursionistas cargados de mochilas y disputas y acompañados por monitora incapaz de domar a las fieras, uno sufra tal impacto emocional que en vez de acudir al remedio más sencillo (un simple cambio de compartimento hubiera sido suficiente) se decida por un acto que analizado a posteriori pudiera parecer absurdo: bajarse en la siguiente estación.

Y así es cómo llegué a Orestes.

2

La estación parecía desierta. La única iluminación procedía de las ventanas de un café en el que entré para sacudirme de encima la inquietud de la soledad y el silencio. Pedí un cortado y aproveché para preguntar.

—¿A qué hora pasa el próximo tren?

—Ah, ¿pero usted no sabe? —dijo el camarero.

—Saber qué.

—Pocos trenes paran en Orestes.

—¿Y eso?

—Van demasiado rápidos y no les da tiempo a frenar.

Menuda tontería, pensé.

Uno de los parroquianos, que jugaba al ajedrez en una de las mesas y había oído el diálogo, dejó la partida tras anunciar un jaque y se acercó a la barra.

—No es así, no es así. Permítame que se lo aclare. Por circunstancias que hasta el momento nadie ha podido explicar, en Orestes el tiempo transcurre a menor velocidad que en el resto del mundo. Para ser más exactos en una proporción 1/99,78 de manera que un año exterior dura tres horas y catorce minutos de Orestes.

—Usted no puede creer en serio eso que dice —replique algo molesto ante lo que sospechaba una burda broma a mi costa.

—Como consecuencia —continuó él sin hacer caso a mi reproche—, la mayoría de los trenes alcanza respecto a nosotros una velocidad tal que Orestes se convierte en algo que los viajeros no ven y es apenas una décima de segundo de duda en los ojos del maquinista. Sólo cuando el exceso de carga, las tormentas o alguna avería obligan a minorar la velocidad existe la posibilidad de que el tren se detenga en nuestra estación. De todas formas este no es el único inconveniente de la ruptura de la lógica temporal. No verá televisores en Orestes, porque para nosotros todas las cadenas emiten una enloquecida sucesión de imágenes acompañadas de una misma banda sonora distorsionada. Imagine bebés que duran más de doscientos años. Imagine el dolor de una agonía de décadas y sabrá porque es aquí tan alto el índice de suicidios.

—Y en ese caso —dije por seguir la broma—, ¿cómo es que no hacen guardia en el andén para subir al primer tren que pare y salir de aquí?

—¿Y desaprovechar lo más parecido que existe a la inmortalidad? Cincuenta y siete años de los suyos hace que empezamos esta partida —dijo señalando hacia la mesa donde esperaban tablero y rival—, y dentro de algún tiempo, así que pasen otros cincuenta años, pienso dedicar un par de siglos al estudio de la poesía sufí.

—Quizás sea bueno para usted —dije apurando el café— pero yo tengo mujer y una hija que me esperan en casa y pienso subir al próximo tren.

—No es tan sencillo —dijo el camarero, que mientras hablábamos había permanecido en silencio haciendo cuentas con una calculadora—, dese cuenta de que en los quince minutos que lleva aquí charlando ha transcurrido más de un día fuera. ¿Cuántos años tiene su mujer?

—Treinta y dos, ¿por qué?

—Suponiendo que viva cincuenta más, habrá muerto dentro de seis meses. De hecho en estos momentos ya debe de estar mortalmente preocupada por su retraso, pero antes de una hora empezará a hacerse a la idea de que no verá nunca más a su marido y seguro que antes de una semana ya tiene un amante. Las mujeres, ya se sabe.

—Debería matarlo —dije temblando enfurecido.

—Cálmese —pidió el jugador de ajedrez—, comprendemos su angustia y creo que podemos ayudarle. En realidad un tren pasa treinta y seis segundos por Orestes y si bien es cierto que la mayoría no se detiene, también lo es que si uno se sitúa en el borde mismo del andén y se agarra con fuerza a alguno de los asideros del tren, tiene muchas posibilidades de subir.

—Lo intentaré —afirmé con determinación.

El jugador de ajedrez y el camarero insistieron en acompañarme.

—Ahí viene uno— dijeron señalando el negro horizonte.

No vi nada. Un ruido ensordecedor lo tapó todo y convirtió a mis acompañantes en muñecos gesticulantes que primero se despidieron y luego me empujaron hacia la negra masa en el preciso instante en que yo, sudoroso y agarrado con fuerza al asiento, las manos crispadas, despertaba unos segundos antes de llegar a mi parada.

3

Y así ocurre que hay días que la cabezada se convierte en pesadilla y entonces cuando uno vuelve a casa y su mujer le recibe con un beso y pregunta qué tal fue el día cariño, entonces, uno responde desvaído bien bien, como si no quisiera más preguntas al respecto.

 Jesús del Río (Bilbao, 1966)

www.jesusdelrio.es

 Este relato es parte del libro “Gabinete de curiosidades”, que puede descargarse gratuitamente desde la plataforma Lektu https://lektu.com/e/jesus-del-rio/2368

 

 

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